Testimonio: Una de tantas historias

Fue una mañana cálida. Mamá nos llevó a una casa en la calle Estomba. Entramos tomados de la mano. Nos recibieron dos señoras, una de pelo cano, labios finos y una mirada muy profunda; otra, de pelo castaño, más joven, que tenía una sonrisa muy dulce y unos ojos casi pícaros.

Mamá hablaba con ellas, yo me quedé mirando un escritorio muy grande de madera oscura, muy lindo, y una puerta con cuadrados de vidrio biselado que me fascinaba. Tenía seis años, y sin saberlo, esa mañana comenzaba un largo camino en mi vida. Iniciaría en pocos días mi escolaridad primaria.

Éramos muy pocos alumnos. Usábamos un delantal beige, y la mujer de mirada profunda fue mi primera maestra: la señorita Agustina. Con ella nos sumergimos en las famosas “sopitas de letras”, con ella me pegué mi primer gran susto cuando me dijo que le fuera a pedir a la maestra de tercer grado, una señorita joven de pelo oscuro, una piña. Para mis años y experiencia, la piña era la que me podía dar mi hermano cuando nos peleábamos. Así que, cuando dije: La señorita Agustina me dijo que me dé una piña, lo que hice fue levantar mi brazo para cubrir mi cabeza…la primera anécdota.

Al poco tiempo, nos mudamos a una casa enorme en la vereda de enfrente. Portón de hierro, patio, una escalera de madera bien oscura, y la entrada, donde para siempre quedó grabada la foto en blanco y negro de nuestra primera comunión.

Agustina nos despedía todos los días uno por uno dándonos un apretón de manos, y siempre fue un misterio saber cómo hacía para llegar a las esquinas a recordarnos: “Derechito a casa”.

Llegamos, como todo el mundo, a la adolescencia. Ahora con un jumper gris, camisa blanca y corbata verde. Las travesuras se sucedían en el patio de una casa nueva, sí, otra nueva, la de al lado. El colegio crecía con nosotros.

Un campamento a Bariloche y un sinfín más a San Pedro, sembraron en nosotros el placer de compartir la vida al aire libre, de disfrutar la intimidad de los fogones, de unirnos con la guitarra cantando  hasta bien entrada la madrugada.

Y un montón de experiencias se acumularon en nuestros recuerdos:

La señora de Renzi tomándonos por la tarde la lección para el día siguiente, Abelardo, un murciélago que colgábamos con un hilo del techo y hacíamos subir y bajar; la bombita de olor en la clase de Mónica Milanese, las movidas de los bancos en las clases de Estela Clemente, la “escaramuza en el hombro por la cual murió un poeta” en la lección para Susana Lamaison, miles de hojas de carpeta y un diario encendido para el Dr. Dostal, los famosos viajes de la sra. de Salvat, el coro de Sarita Bonino, el dedito de la srta. Nodar apuntándote para dar la lección en el frente, las famosas clases de petróleo de Elvira Arias para levantar la nota,…y tantos otros maestros y profesores que en las aulas nos hicieron reir, temer, sorprender, rabiar, entusiasmarnos…

La tarea solidaria: los viajes a Santiago del Estero, los fines de semana ofreciendo un espacio para los chicos del barrio, las visitas a hospitales, las campañas…

Y llegamos a la punta del trampolín desde nos lanzamos a la vida personal llenos de un espíritu que nos distinguía: el de Bethania. Porque el espíritu de Bethania nos distingue, como distingue al colegio su objetivo: la excelencia en la educación basada en los valores evangélicos como testimonio vivo del amor.

¡Gracias!